Los gustos deportivos de los
venezolanos también han marcado su conducta política.
Gracias a la explotación
petrolera fuimos invadidos, colonizados y transculturizados por los
norteamericanos. Con los gringos llegó el beisbol, entró por los campos
petroleros, lo veían jugar a través de las cercas de los campamentos yankees y se
apoderó inmediatamente del gusto popular. La pelota se extendió como una epidemia por
todo el territorio nacional. ¿Las razones?, varias, entre ellas las económicas,
con una sola pelota jugaban al menos dieciocho personas de un solo viaje. Lo
que se necesitaba era un terreno baldío -un peladero de chivos-, una pelota y
la muchachada de la urbanización, del barrio o del pueblo pasaba un día de
diversión cargado de emociones, generador de destrezas sociales, fuente
inagotable de futuras anécdotas y de entrañables recuerdos.
La postguerra trajo consigo oleadas
de inmigrantes europeos -desarraigados, pobres, campesinos muchos ellos
artesanos otros cuantos-, que en sus alforjas, entre sus pocas posesiones,
trajeron algún viejo y desgastado balón de futbol. Los “musiúes” se agruparon
en clubes y “hogares”, para conservar sus tradiciones pero al final se
volvieron tan criollos como las arepas, el joropo o las hallacas y -muy a su
pesar- sus hijos se hicieron venezolanos.
Esos muchachos ya no tan
europeos, trasplantados algunos, nacidos aquí los más, contagiaron a los
criollos la afición por el balompié. Y poco a poco el futbol si no superó al beisbol,
al menos caló tanto en el gusto de nuestros compatriotas que paulatinamente se
ha llegado a alcanzar ese raro fenómeno de identificación de la gente de un
país con su selección que se conoce cariñosamente como “la vinotinto”.
Allí también las normas eran
claras y en su arraigo también influyó la economía. Un balón permitía al menos
que jugaran veintidós competidores. Nuevamente un ejido municipal, un solar
ocioso, un balón y una chiquillada desocupada servían de ingredientes para la
algarabía. Todos recordamos algún relato de aquella época, algún cuento que se
ha teñido de epopeya y que evocamos gratamente cuando un grupo de ex
condiscípulos se reúnen y cuentan sus fechorías.
En este deporte los cambios
son limitados, y todo el mundo está enterado de que el que sale no vuelve a
entrar. Así es el fútbol.
Los partidos políticos
seguían como en el deporte normas, básicas, sencillas y el que se salía bien
sea por su propio gusto -por desacuerdos
de forma o de fondo con otros militantes-, o quien era expulsado de las filas
del partido no pensaba por honor, por decencia o sencillamente por no aguantar
la mamadera de gallo, volver a la agrupación de la que se había marchado.
El básquetbol trajo nuevas
reglas y con ellas nuevos procederes políticos. Tal vez por lo trepidante de
las acciones de este juego, o también influido por razones de economía, esta
vez por los costos del terreno, este deporte citadino volvió locos a los
párvulos que encerrados por las cuatro paredes de su apartamento, oprimidos por
los edificios, enclaustrados en colegios sin patio, se vieron forzados a
compartir un pequeñísimo espacio con los jugadores de voleibol, los practicantes
de gimnasia, y los alumnos de educación física. Diez atletas, un balón y
cambios indefinidos. En este deporte sus practicantes entran y salen de la
cancha cuantas veces quieren o les ordena el entrenador y mientras no llegue a
cinco faltas podrá andar y desandar el camino hacia la baca cuantas veces les
dé la gana.
La arena política venezolana
entonces con el básquet adquirió otras costumbres y se comenzó -decididamente-
a ver el salto de talanquera. Teodoro Petkoff y Pompeyo Márquez pasan del PCV a
AD, de nuevo al PCV, luego al MIR, al MAS, a Convergencia, al MAS otra vez, a
la Coordinadora Democrática, a la MUD y quien sabe cuántos cambios más harán
antes de que la parca los llame a las duchas.
Douglas Bravo veleidoso brincó
del PCV al PRV, al FALN, a Bandera Roja a la Coordinadora Democrática, a la
MUD. Gabriel Puerta Aponte voluble como es el saltó del MIR a las FALN, al MDP,
a Bandera Roja, al MVR, a Un Sólo Pueblo, a la Coordinadora Democrática, a la
MUD. El denominador común: todos terminan sentados sonrientes al lado de sus
torturadores, muy próximos de sus carceleros.
No extraña entonces que con
ese ejemplo que dan los mayorcitos, las nuevas generaciones de políticos
vernáculos vean que como en el basquetbol en la política uno puede entrar y
salir del juego cuantas veces quiera.
Por eso que David De Lima experto
en el salto de talanquera salga con una nueva traición, esta vez y por fortuna
no contra el proceso sino contra su propio candidato Enrique Capriles, no debe
generar sorpresa y mucho menos se le debe conferir el protagonismo que se le
está dando. El sabe por qué lo hace, tiene puesta la mira en la gobernación del
estado Monagas y sabe que Capriles está derrotado. Trata de ganar indulgencias
para que Chávez le levante la mano. Por eso ese movimiento destemplado, tan fuera
de tiempo, como si pareciera espontáneo, improvisado.
Luis Miquelena, Eduardo
Manit, Luís Felipe Acosta Carlés, Liborio Guarulla, Herman Escarrá, Vladimir
Villegas, Gilmer Viloria, “El Gato” Briceño, Didalco Bolívar, Ismael García,
Henry Falcón y una larga lista que escapa a la fragilidad de la memoria han
convertido la política en algo más interesante que una carrera de tres mil
metros con vallas, puesto que esta se corre en un solo y aburrido sentido, mientras
que estos émulos de Judas Iscariote dependiendo de cómo amanezca el día saltan las
vallas en una dirección o en sentido contrario.
Al menos estos saltadores de
talanquera han tenido la decencia de haberse apartado después de haber
traicionado. Pero desafortunadamente dentro, en las filas revolucionarias, es
mucho el que como Pedro estará dispuesto -antes de que cante tres veces el
gallo del imperialismo-, a traicionar al líder de este proceso de cambios
revolucionarios y permanecen agazapados.
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