Práctica inveterada esta que, sufren muchos pacientes en Venezuela y que al parecer no se extinguirá tan fácilmente.
Heredada seguramente de la cuarta, pero con raíces profundas, tan antiguas que me atrevo a decir que son quizás, precolombinas.
Históricamente, la cosa comenzó muy mal para la salud en nuestro continente, y aún hoy padecemos de las carencias, corrupción, negligencia y abandono que se han ido acumulando a lo largo de los siglos. Desde la primera expedición de Colón para acá, se empezaron a incumplir las normas sanitarias en la misma medida en que estas aparecían y esto no ha parado de ocurrir hasta nuestros días.
En su primer viaje a nuestras tierras y por disposición de sus Majestades, el Almirante debió abandonar el Puerto de Palos incluyendo entre los miembros de su tripulación -como todas las naos que zarparan de aquel atracadero-, a tres individuos que, constituirían lo que se consideraba el personal médico imprescindible para que una expedición marítima estuviera en regla.
Un médico, un físico -el equivalente a un cirujano actual- y un herbolario -es decir, un farmacéutico- integraban el trío que debería asegurarse de preservar la salud de los tripulantes de aquellas embarcaciones.
Sin embargo, y hasta donde he podido llegar con mis lecturas, de los tres sólo el físico acudió a la histórica travesía, estrenándose en sus labores quirúrgicas en Puerto Flechado, nombre muy apropiado con el que bautizaron los barbudos invasores a la caleta hoy conocida como Chichiriviche, en donde fueron recibidos los expedicionarios con una lluvia de flechas, lo que motivó el curioso y oportuno nombrecillo.
Tan mala era la situación sanitaria en aquel tiempo de expediciones (pues nadie con formación y renombre, se quería arriesgar a emprender viaje en compañía de semejante caterva compuesta de una mixtura explosiva de atorrantes, rufianes, mercenarios, forajidos y facinerosos) que, las autoridades españolas no en muy pocas oportunidades, acudieron al reclutamiento forzoso de gitanas y adivinadoras a quienes embarcaron en contra de su voluntad, para suplir la falta de médicos. Uno de los nombres de aquellas (literalmente) encantadoras damas que en este momento recuerdo (estoy fuera de casa y acudo a la siempre frágil memoria) es el de “La Fundimenta”, mujer por demás atravesada quien, para evitar las agresiones físicas y los abusos sexuales de parte de sus compañeros conquistadores, los amenazaba con embrujarlos si osaban meterse con ella.
Cuenta el historiador Pedro Archila que la formación del piache o moján, además de ser excesivamente exigente física e intelectualmente, era sumamente costosa, y el aprendiz debía cancelar por adelantado ciertos emolumentos a su instructor, para que este lo aceptara y le cediera sus conocimientos acerca de las enfermedades y las curas ceremonias y conjuros que debería aprender para combatirlas y así consagrarse como curandero.
Pese a la precariedad que podríamos suponer tenían los conocimientos médicos aborígenes, más fue lo que los españoles aprendieron de estos que viceversa. El maletín del herbolario se colmó de nuevos remedios y, en muchas de las incursiones hacia el interior de las Indias Occidentales, la única fuente confiable de atención sanitaria con la que contaron los exploradores españoles, fue con la presencia de un curandero indígena.
Bien, con esos inicios es fácil comprender lo valioso que ha sido un médico desde siempre para los habitantes de la zona tórrida.
La escasez de profesionales de la medicina se vio suplida desde entonces cubriendo las vacantes con médicos extranjeros y aceptando la presencia de charlatanes, curiosos y falsos facultativos que, hacían del intrusismo médico su modo de vida. Las poblaciones interioranas quedaron siempre, deficientes con el reparto y desde aquellos tiempos el peregrinaje hacia la Metrópoli en busca de salud se convirtió en requisito “de vida o muerte”.
La pugna por contar con galenos que cubrieran las plazas vacantes en las ciudades del interior, llevó a la rápida aparición en nuestras tierras del protomedicato y a la formación de la Universidad de Caracas y a la constitución del Seminario de San Buenaventura en la Mérida serrana, germen este último de la Universidad de Los Andes.
Con el advenimiento del petróleo, contingentes humanos cuya esperanza de vida no rebasaba los 35 años, se animaron a viajar a las ciudades dando origen a los groseros cinturones de miseria que hoy vemos con asombro. Estas personas carentes de recursos para procurarse una buena atención médica con sus propios medios, ha dependido desde siempre de la magnanimidad del Estado para resolver sus apremiantes problemas de salud.
Estos ciudadanos, empujados por la desesperación y victimas de su propia ignorancia, han dejado hasta lo que no tienen al pie de los altares que rinden tributo a los dioses del olimpo médico. Los templos erigidos en nombre de Asclepios acá en el trópico, tienen nombres de clínicas privadas, son sitios en donde usted no es bien recibido si no cuenta con suficiente dinero.
Luego de cubrir el ingreso a las universidades públicas nacionales con los integrantes de una casta médica con raigambre y abolengo, las vacantes que quedaron fueron asignadas a los hijos de vecina que soñaron con seguir los pasos del centauro Quirón. Vaya criterio de selección.
Malo malo. Producto de este vicioso enfoque educativo, la mayoría de las personitas que vestían batas blancas y no eran hijos o familiares de médicos, tuvieron en sus cabecitas una sola aspiración: ganar el dinero suficiente para no regresar jamás a aquella vida que ya no era la de ellos, así sus padres, su familia, sus amigos permanecieran aún allá en el bario, allá en la pata del cerro.
Consecuencia de todo esto: al egresar como flamantes galenos, los soñadores de otrora jamás regresaron a donde más se les necesitaba, es decir a sus comunidades y obviamente, para obtener el dinero que les hiciera adquirir las cosas que, la misma sociedad les indica son inherentes a su investidura -de semidiós o semidiosa según sea el caso que nos ocupe-, comenzaron a engrosar las nóminas médicas de las grandes clínicas.
Jamás volvieron a ser los de antes.
Recuerdo alguna oportunidad cuando en el siglo pasado nos ocupábamos en resolver los problemas de los pacientes que acudían a consulta en algún hospital de provincia y tuve que refrescarle la memoria a alguno de los directivos de la hoy agonizante Federación Médica Venezolana que nos visitaba diciéndole que, si en los hospitales en ese momento no había equipos con qué trabajar era por que ellos se los habían llevado antes para sus clínicas, porque a nosotros, a los médicos de nuestra generación, nos había tocado llevar nuestro propio tensiómetro, nuestro propio estetoscopio, ¡Nuestro propio termómetro!, para poder atender a quien nos tocara socorrer.
Es prácticamente incompatible en la actualidad el ejercicio de la medicina pública y la privada al unísono. Los niveles de corrupción, el mal ejemplo han permeado tan dramáticamente la conciencia de los galenos que, han dado origen a términos ignominiosos como el de ruleteo, carreteo, acarreo, enfriamiento, etc.
Ruleteo, es la acción de rebotar indefinidamente a un paciente de centro en centro asistencial hasta que este desiste de ese servicio y acude a una clínica privada por su cuenta y riesgo. Carreteo, es la incitación por parte de algún especialista hacia el paciente para que lo busque en su clínica en donde si le puede resolver su problema de salud inmediatamente. Acarreo es el acto que ejecuta algún médico general o residente en contubernio con un especialista para trasladar a un paciente desde un centro público hacia uno privado con la finalidad de operarlo, siendo aquel -el médico bisoño- el ayudante en el procedimiento quirúrgico. El enfriamiento, es la práctica mediante la cual el médico que recibe al paciente en el instituto público “enfría” el padecimiento del paciente mientras el especialista que debe atenderlo, trabaja en el medio privado, son conductas que se repiten a diario en nuestros hospitales por que nadie quiere ponerle la cascabel al gato.
Por más chavista que declare ser el director de turno de cualquiera de nuestros hospitales, teme proceder contra el médico que incumple con sus obligaciones. Una red de compadrazgos, sumada a un entramado de complicidades, entierran bajo toneladas de favores la moral del funcionario, a quien de paso le recuerdan día tras día que, cuando salga del cargo va a volver a estar a merced de los infractores que generalmente son “vacas sagradas”.
Por estas circunstancias el apelativo de Revolucionario -confirmado por el tiempo y por su comportamiento alejado de los principios socialistas-, les queda realmente ajeno, lejano, grande e inconveniente a estos señores directivos que han pasado hasta el momento por los diversos hospitales que conozco.
Estas consideraciones pueden ayudar a quien le competa, a aclarar el origen del flagelo que hoy le quita el sueño al señor Presidente. Y al Presidente mismo también le pudiera interesar esculcar en estas notas ya que siempre ha manifestado su apego por el recuerdo y la indagación en nuestros orígenes.
He allí algunas claves acerca de nuestros vicios.
Heredada seguramente de la cuarta, pero con raíces profundas, tan antiguas que me atrevo a decir que son quizás, precolombinas.
Históricamente, la cosa comenzó muy mal para la salud en nuestro continente, y aún hoy padecemos de las carencias, corrupción, negligencia y abandono que se han ido acumulando a lo largo de los siglos. Desde la primera expedición de Colón para acá, se empezaron a incumplir las normas sanitarias en la misma medida en que estas aparecían y esto no ha parado de ocurrir hasta nuestros días.
En su primer viaje a nuestras tierras y por disposición de sus Majestades, el Almirante debió abandonar el Puerto de Palos incluyendo entre los miembros de su tripulación -como todas las naos que zarparan de aquel atracadero-, a tres individuos que, constituirían lo que se consideraba el personal médico imprescindible para que una expedición marítima estuviera en regla.
Un médico, un físico -el equivalente a un cirujano actual- y un herbolario -es decir, un farmacéutico- integraban el trío que debería asegurarse de preservar la salud de los tripulantes de aquellas embarcaciones.
Sin embargo, y hasta donde he podido llegar con mis lecturas, de los tres sólo el físico acudió a la histórica travesía, estrenándose en sus labores quirúrgicas en Puerto Flechado, nombre muy apropiado con el que bautizaron los barbudos invasores a la caleta hoy conocida como Chichiriviche, en donde fueron recibidos los expedicionarios con una lluvia de flechas, lo que motivó el curioso y oportuno nombrecillo.
Tan mala era la situación sanitaria en aquel tiempo de expediciones (pues nadie con formación y renombre, se quería arriesgar a emprender viaje en compañía de semejante caterva compuesta de una mixtura explosiva de atorrantes, rufianes, mercenarios, forajidos y facinerosos) que, las autoridades españolas no en muy pocas oportunidades, acudieron al reclutamiento forzoso de gitanas y adivinadoras a quienes embarcaron en contra de su voluntad, para suplir la falta de médicos. Uno de los nombres de aquellas (literalmente) encantadoras damas que en este momento recuerdo (estoy fuera de casa y acudo a la siempre frágil memoria) es el de “La Fundimenta”, mujer por demás atravesada quien, para evitar las agresiones físicas y los abusos sexuales de parte de sus compañeros conquistadores, los amenazaba con embrujarlos si osaban meterse con ella.
Cuenta el historiador Pedro Archila que la formación del piache o moján, además de ser excesivamente exigente física e intelectualmente, era sumamente costosa, y el aprendiz debía cancelar por adelantado ciertos emolumentos a su instructor, para que este lo aceptara y le cediera sus conocimientos acerca de las enfermedades y las curas ceremonias y conjuros que debería aprender para combatirlas y así consagrarse como curandero.
Pese a la precariedad que podríamos suponer tenían los conocimientos médicos aborígenes, más fue lo que los españoles aprendieron de estos que viceversa. El maletín del herbolario se colmó de nuevos remedios y, en muchas de las incursiones hacia el interior de las Indias Occidentales, la única fuente confiable de atención sanitaria con la que contaron los exploradores españoles, fue con la presencia de un curandero indígena.
Bien, con esos inicios es fácil comprender lo valioso que ha sido un médico desde siempre para los habitantes de la zona tórrida.
La escasez de profesionales de la medicina se vio suplida desde entonces cubriendo las vacantes con médicos extranjeros y aceptando la presencia de charlatanes, curiosos y falsos facultativos que, hacían del intrusismo médico su modo de vida. Las poblaciones interioranas quedaron siempre, deficientes con el reparto y desde aquellos tiempos el peregrinaje hacia la Metrópoli en busca de salud se convirtió en requisito “de vida o muerte”.
La pugna por contar con galenos que cubrieran las plazas vacantes en las ciudades del interior, llevó a la rápida aparición en nuestras tierras del protomedicato y a la formación de la Universidad de Caracas y a la constitución del Seminario de San Buenaventura en la Mérida serrana, germen este último de la Universidad de Los Andes.
Con el advenimiento del petróleo, contingentes humanos cuya esperanza de vida no rebasaba los 35 años, se animaron a viajar a las ciudades dando origen a los groseros cinturones de miseria que hoy vemos con asombro. Estas personas carentes de recursos para procurarse una buena atención médica con sus propios medios, ha dependido desde siempre de la magnanimidad del Estado para resolver sus apremiantes problemas de salud.
Estos ciudadanos, empujados por la desesperación y victimas de su propia ignorancia, han dejado hasta lo que no tienen al pie de los altares que rinden tributo a los dioses del olimpo médico. Los templos erigidos en nombre de Asclepios acá en el trópico, tienen nombres de clínicas privadas, son sitios en donde usted no es bien recibido si no cuenta con suficiente dinero.
Luego de cubrir el ingreso a las universidades públicas nacionales con los integrantes de una casta médica con raigambre y abolengo, las vacantes que quedaron fueron asignadas a los hijos de vecina que soñaron con seguir los pasos del centauro Quirón. Vaya criterio de selección.
Malo malo. Producto de este vicioso enfoque educativo, la mayoría de las personitas que vestían batas blancas y no eran hijos o familiares de médicos, tuvieron en sus cabecitas una sola aspiración: ganar el dinero suficiente para no regresar jamás a aquella vida que ya no era la de ellos, así sus padres, su familia, sus amigos permanecieran aún allá en el bario, allá en la pata del cerro.
Consecuencia de todo esto: al egresar como flamantes galenos, los soñadores de otrora jamás regresaron a donde más se les necesitaba, es decir a sus comunidades y obviamente, para obtener el dinero que les hiciera adquirir las cosas que, la misma sociedad les indica son inherentes a su investidura -de semidiós o semidiosa según sea el caso que nos ocupe-, comenzaron a engrosar las nóminas médicas de las grandes clínicas.
Jamás volvieron a ser los de antes.
Recuerdo alguna oportunidad cuando en el siglo pasado nos ocupábamos en resolver los problemas de los pacientes que acudían a consulta en algún hospital de provincia y tuve que refrescarle la memoria a alguno de los directivos de la hoy agonizante Federación Médica Venezolana que nos visitaba diciéndole que, si en los hospitales en ese momento no había equipos con qué trabajar era por que ellos se los habían llevado antes para sus clínicas, porque a nosotros, a los médicos de nuestra generación, nos había tocado llevar nuestro propio tensiómetro, nuestro propio estetoscopio, ¡Nuestro propio termómetro!, para poder atender a quien nos tocara socorrer.
Es prácticamente incompatible en la actualidad el ejercicio de la medicina pública y la privada al unísono. Los niveles de corrupción, el mal ejemplo han permeado tan dramáticamente la conciencia de los galenos que, han dado origen a términos ignominiosos como el de ruleteo, carreteo, acarreo, enfriamiento, etc.
Ruleteo, es la acción de rebotar indefinidamente a un paciente de centro en centro asistencial hasta que este desiste de ese servicio y acude a una clínica privada por su cuenta y riesgo. Carreteo, es la incitación por parte de algún especialista hacia el paciente para que lo busque en su clínica en donde si le puede resolver su problema de salud inmediatamente. Acarreo es el acto que ejecuta algún médico general o residente en contubernio con un especialista para trasladar a un paciente desde un centro público hacia uno privado con la finalidad de operarlo, siendo aquel -el médico bisoño- el ayudante en el procedimiento quirúrgico. El enfriamiento, es la práctica mediante la cual el médico que recibe al paciente en el instituto público “enfría” el padecimiento del paciente mientras el especialista que debe atenderlo, trabaja en el medio privado, son conductas que se repiten a diario en nuestros hospitales por que nadie quiere ponerle la cascabel al gato.
Por más chavista que declare ser el director de turno de cualquiera de nuestros hospitales, teme proceder contra el médico que incumple con sus obligaciones. Una red de compadrazgos, sumada a un entramado de complicidades, entierran bajo toneladas de favores la moral del funcionario, a quien de paso le recuerdan día tras día que, cuando salga del cargo va a volver a estar a merced de los infractores que generalmente son “vacas sagradas”.
Por estas circunstancias el apelativo de Revolucionario -confirmado por el tiempo y por su comportamiento alejado de los principios socialistas-, les queda realmente ajeno, lejano, grande e inconveniente a estos señores directivos que han pasado hasta el momento por los diversos hospitales que conozco.
Estas consideraciones pueden ayudar a quien le competa, a aclarar el origen del flagelo que hoy le quita el sueño al señor Presidente. Y al Presidente mismo también le pudiera interesar esculcar en estas notas ya que siempre ha manifestado su apego por el recuerdo y la indagación en nuestros orígenes.
He allí algunas claves acerca de nuestros vicios.
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