Al salir paulatinamente de la penumbra, una vez superada la línea Karman, en el negro absoluto de un espacio vacío, el tenue residuo calórico heredado del Big Bang, cede lánguidamente a las caricias hirvientes del viento solar.
Quedan atrás los ruidos más estridentes del pulso de la tierra, el espectáculo de colores de las auroras boreales, los recuerdos más íntimos que atesoramos en la memoria y todo se vuelve inestable relatividad.
El sol resplandece, su hiriente lamida ionizada infla las velas de la imaginación, hace surgir una larga cola al cuerpo evaporado que parte hacia el caos molécula a molécula, partícula a partícula hasta quedar yermo, en el alma pelada.
La expansión indetenible del espíritu calca al pié de la letra las alocadas facciones de la Gran Explosión y en el silencio absoluto, observando la curva del horizonte universal enrostramos nuestra insignificancia en un nuevo plano astral.
Ira Dimensión
Acostumbrados a vivir en un mundo de tres dimensiones que podemos ver y en el cual nos desenvolvemos, nos resulta perturbador el hecho -plausible por demás- de que existan más dimensiones espaciales, tal vez no visibles pero ya explicables. Esta situación nos desorienta por la incapacidad biológica que tenemos para percibir esta polidimensionalidad adicional, nos incomoda la extensión inusitada de nuestro entorno, nos inquieta la aparición de otras anchuras. Y la ampliación de nuestros espacios puede cargarse de razonamientos de corte filosófico. La Teoría de la Relatividad acabó provisionalmente con esto al considerar el tiempo como la cuarta dimensión. Sin embargo la Teoría de Las Cuerdas, hasta ahora física teórica, va más allá y plantea un universo de al menos once dimensiones.
Ya en 1919 Theodor Kaluza planteó la posibilidad de que hubiese físicamente más de tres dimensiones espaciales con una versión propia, pentadimensional, de la relatividad general. La razón por la que nosotros no logramos percibir más de tres de ellas, es que las dimensiones adicionales están curvadas sobre sí mismas, o así al menos intentó explicar Klein al refinar las ideas de Kaluza.
Delgadas e infinitesimales cuerdas supersimétricas se mueven en un espacio-tiempo de más de 4 dimensiones resonando con míticas vibraciones que nos impulsan hasta los confines de uno tras otro de los universos qué -como una especie de matriushka galáctica-, se perfilan hacia el futuro separados por D-branas.
Tres dimensiones son sin duda suficientes para manejarnos en este mundo sin demasiados problemas, sin embargo lo que es bueno para la vida cotidiana, resulta no ser suficientemente bueno para la física, o para los físicos empeñados en estudiar y desentrañar lo que sucede en las situaciones más extremas de nuestra imaginación. De allí su necesidad de desarrollar exuberantes modelos matemáticos que les permitan dar cuenta de sus observaciones de manera “experimental”.
La Teoría de la Relatividad entonces, ha sido capaz de señalarnos cómo el espacio y el tiempo se curvan en presencia de la materia y la energía, y la Mecánica Cuántica nos indica certeramente el poco intuitivo comportamiento de las partículas elementales, de las que en definitiva está formada toda la materia. Una, reina en el cosmos, la otra, en el mundo subatómico. Ambas son teorías estupendas, pero sólo funcionan bien cuando se las puede aplicar por separado. Al colocar juntas mecánica cuántica y relatividad se genera un cóctel de incógnitas difíciles de resolver dentro de la tetradimensionalidad.
Si una dimensión nos ata y sólo nos faculta a desplazarnos en dos direcciones -adelante o atrás-, dos de ellas dan la posibilidad física o hasta ideológica de cruzar hacia la derecha o la izquierda, tres nos permiten flotar suspendidos en un punto como un globo aerostático colgado en el aire, pero cuatro ¡nos conceden el placer de volar!, de recorrer libres a través del tiempo distancias inimaginables; pero al vencer el pavor natural, la reticencia instintiva a penetrar hacia otras múltiples dimensiones que, nos darán la desenvoltura necesaria para recorrer con osadía los espacios de Calabi-Yau, las respuestas a estos acertijos se encuentran definitivamente más allá del cuarto portal.
IIda Dimensión
Auguste Comte al legarnos su Ley de los Tres Estadios nos señaló que tanto la humanidad como cada uno de los individuos que la componen, atraviesan a lo largo de su existencia tres estadios diferentes. Cada uno de ellos se alcanza progresivamente, estos son: el teológico, el metafísico y el positivo. El teológico es ficticio, el metafísico es abstracto pero, el positivo es científico. El primero es un punto de partida necesario para la inteligencia humana; el tercero es su estadio fijo y definitivo, el segundo es simplemente una etapa de transición. Cada una de nuestras concepciones, cada rama de nuestro conocimiento, cada acción que emprenda nuestro intelecto pasa necesariamente por esos tres estadios teóricos diferentes. Comte pensaba que para el Occidente Moderno la ciencia representaría la unidad y la armonía que la fe significó para la Edad Media. Pensó en la Ciencia como nuevo polo de atracción y factor de acuerdo. Sin embargo, con el tiempo vio la necesidad de recurrir a la filosofía y a la religión para explicar su desarraigo.
A su vez, Jean Paul Sartre afirmaba que hay mundo porque hay hombre, cuando el hombre descubre lo absurdo de lo real, su esencial contingencia y gratuidad, lo invade el sentimiento de náusea como lo manifiesta a través de su personaje Antoine Roquentin (en La Náusea) que proclama: “…por definición, la existencia no es la necesidad. Existir es ‘estar ahí’, simplemente; los seres aparecen, se dejan encontrar, pero jamás se les puede deducir”… “No hay ningún ser necesario que pueda explicar la existencia: la contingencia no es una imagen falsa, una apariencia que pueda desvanecerse; es lo absoluto y, por consiguiente, la perfecta gratuidad.”
Nietzsche por su parte, enarbolaba una de las tesis más extrañas y radicales en cuanto al tiempo se refiere. Tan extraña que difícilmente la podremos encontrar en alguna de las culturas que se hayan registrado a través de la historia. Según él y su tesis del Eterno Retorno, todo va a repetirse un número infinito de veces. Pero, ¿Por qué habría de ocurrir esto, por qué ha de suceder así?: Pues, ¡sencillo!. Dado que la cantidad de energía que hay en el universo es finita y el tiempo infinito, el modo de combinarse dicha energía para dar lugar a las cosas que podemos experimentar es finito. Pero una combinación finita en un tiempo infinito está condenada a repetirse de modo infinito. Luego, todo se ha de dar no una ni muchas sino infinitas veces; en esto consiste la tesis nietzscheana del eterno retorno y ella se traduce como la expresión de la máxima reivindicación de la vida que vuelve y vuelve sin parar. Independientemente de que esta consideración sea correcta, podemos recuperar la noción de permanencia si hacemos que el propio instante dure eternamente. La existencia dejaría de ser fugacidad, sólo nacimiento, vida y muerte para convertirse en una promesa de eterno retorno.
IIIra Dimensión
En todo esto iba yo pensando y una vez “Leídos los manuscritos, fui a ver al autor, antes de escribirles un prólogo, para clarificar por medio de preguntas una objeción que me molestó durante la lectura. Antes de escribirlo, debía confirmar o suprimir una renuencia en mí…”. Así inicia uno de sus mejores escritos -Amor y terror de las palabras- José Manuel Briceño Guerrero y así, dejando a un lado las escenas de refriega de un choque entre Italia y Eslovenia que constataban “al dente” la teoría de la relatividad, abandoné los predios radioeléctricos del mundial Sud África 2010, y partí al encuentro con un personaje que -predestinado, sin duda- tenía que ser quien fabricara en dos líneas temporales narradas en paralelo, un ideario distinto plagado de ciencia y espiritualidad.
José Iraides Belandria resultó ser todo un personaje. Con el aire misterioso de un bonzo, sentado con la espalda enhiesta, enmarcado el rostro por una barba larga y vaporosa, los ojos achinados asomados por detrás de unos cristales cuadrados e intemporales y con un rictus pertinaz, me recibió cortésmente pero fue prudente al intentar conversar. Dos horas de plática bastaron para hacer migas y tender puentes hacia el terreno inexplorado de una nueva amistad.
Accedí de primera mano al imaginario del escritor; relató floridamente los pasajes más relevantes de una existencia agitada, golpeada a veces por el infortunio, acechada en oportunidades por la enfermedad. José Iraides ha sido azotado unas cuantas veces por la adversidad, pero también ha sido premiado en innumerables ocasiones con el abrazo múltiple de Lakshmi, que lo ha alejado de la tempestad y lo ha depositado sano y salvo en las arenas blanquecinas de la creación literaria.
Belandria juega entre dos aguas con sus Relatos Cuánticos. Por un lado muestra los atavíos científicos cultivados a lo largo de una vida de lógica y de demostraciones de la razón pura y por otro enarbola las creencias de una existencia profundamente espiritual. Abjura de la ciencia y sus métodos, pero apela a ella para explicar las cosas con una limpieza aséptica digna de un postulado científico de observancia universal.
Son dos trazos equidistantes que al narrarlos prosiguen, tanteándose, acariciándose apenas con la brisa del relato. Una rueca de algoritmos criptográficos que se trenzan hilvanando imaginarios futuristas que, aunque el autor tenga siempre en mente al lector no especializado, pueden resultar tóxicos a los espíritus indispuestos.
Como sucede con la mecánica cuántica y la relatividad estas dos visiones de Belandria, este par de formas de contar, cuando se rozan originan chispazos, desprenden misteriosos vapores, generan embriagadoras confidencias difíciles de eludir y de aclarar.
Para José Iraides Belandria el ser humano, él, su ego, se convierten en el centro del universo. Bien sea trocado en un punto luminoso en medio del infinito o bien transformado en un observador que mira millones de estrellas girando a su alrededor después de despejada la bruma de las incertidumbres cuánticas.
Persiste en él sin embargo la duda inquietante, la imprecisión probabilística que lo llevan a escribir “Volverán los días y las noches a culminar la efímera existencia de los seres destinados a nacer y morir en los ciclos de la vida, fugaz y breve como el parpadeo de mis ojos”.
El trasfondo infotecnológico, se vislumbra borroso y enmascarado “Al final de la senda...” en donde “…un adivino predice el futuro en una carta matemática.” La ruptura de los códigos utilizados hasta ahora por los hombres de ciencia se patentiza cuando cuenta como “Sobre las olas del mar camina un hombre luminoso y fugaz.”
“Otras veces desapareceremos sin dejar rastros…” se anima José Iraides a develar algunas de las claves encriptadas en sus líneas, pues para él “Todo lo que existe es consecuencia de las vibraciones multidimensionales de infinitas cuerdas de energía.”
La línea dinámica del tiempo como un cuchillo filoso corta trozos de recuerdo y los trae como flashes. “Bello como el encuentro fortuito, sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas” le escuché decir en sueños alguna vez a Isidore Lucien Ducasse Conde de Lautréamont en medio de un viento dislocado, azotado por las ráfagas contradictorias del surrealismo apremiante. Ahora resuena reciente y con cadencia de verso la voz de José Iraides al pronunciar: “Llegué a la casa antigua donde la/ efigie de un niño hace portentos/ cuando lo adoran con alegría. Su/ presencia extraordinaria/ manifiesta fulgores alquímicos/ que cubren su cara de yeso/ arcaico con hermoso color/ rosado…”
Mientras a Lautrémont lo atormentaban los fantasmas de sus perfidias, a Belandria lo alivian los acercamientos seráficos. Demonios y Ángeles luchando por los despojos de los hombres; Isidore sucumbió, José Iraides fue rescatado del resplandor fatal. Aquel se consumió en una vida de relámpago, éste luce sano y prometedor a su edad.
IVta Dimensión
Derrotado el terror a las palabras, rebusco en el recuerdo hilos conectores entre las ciencias y las artes, al menos entre las leyes elementales de la física y las creencias fundamentales de la vida que nos hacen más humanos. Encuentro un recuerdo débil, descolorido, nostálgico y lejano pero, al quitarle de encima el polvo de los años aparece radiante y cálido. Me llegan Las Palabras de Harina, en donde Andrés Eloy Blanco exclama: “Habló el filósofo:/ -Oh milagrosa luz! Oh padre/ que deshojaste colérico/ la rosa del subjetivismo!/ Oh madurez posible y útil/ de la realidad objetiva/ eficaz en el gajo de la filosofía!/ Oh válvula de esperanza/ que nos saca al camino firme/ de donde se derriba la visual/ sobre llanuras sin hipocresía!/ -Encauzamiento de lo infinito,/relatividad,/amalgama de los dos abismos/ en el estribo de la cuarta dimensión./ Captación del espacio y del tiempo/ en la convergencia de la unidad/ ¡oh milagrosa luz, oh padre!.../ De afuera/ llegaba olor de hogazas/ La boca del horno/ fue recibiendo los panes blancos/ y a fuego, retostándolos,/ dorándolos, acendrándolos./ Después los habló hacia afuera./ Al sentarse a comer el filósofo,/ una mujer con delantal de nieve/ y con una bandeja de palabras de harina,/ sobre la mesa, junto a dos silencios,/ puso el tratado de la vida simple.
El tiempo, que desde atrás resucita en remembranzas, tienta a Uróboros la serpiente de la memoria a morderse la cola, a formar el círculo perfecto, el toro elemental, pero ésta al retorcerse adolorida en sus reminiscencias, insinúa el símbolo del universo y se proyecta azul de tanto ozono por el cielo que se abre a la relatividad.
El plasma energético que se desprende de estos relatos vence la gravedad impuesta por la escritura misma y se expande constantemente, sale y se proyecta como el viento solar llenando su entorno, el orbe y mucho más remotamente, lejos del campo magnético de la Tierra, haciendo el viaje inverso, despidiendo su energía, topándose con los lectores como las aguas de un río que al golpear contra una roca, se separan y arropan la saliente mineral fluyendo a su alrededor para después indetenibles continuar.
Vta Dimensión
Como si de un Sistema se tratara, en los Relatos Cuánticos se cumplen al pié de la letra las leyes de la Termodinámica.
Al igual que en la Ley Cero, al entrar en contacto el autor, el libro y el lector -elementos A, B y C del sistema-, los tres componentes alcanzan gradualmente la temperatura del relato.
Observando la Primera Ley, el trabajo intelectual de José Iraides genera un calor que poco a poco nos abrasa.
Y finalmente al eliminar los grados de restricción impuestos al pensamiento, actúa la Segunda Ley. Se mezclan aleatoriamente la narración y los propios recuerdos como canicas rojas y amarillas vertidas abruptamente en un envase, dándole un nuevo tono más cálido y naranja, de interpretación propia al relato.
Cuánta razón tuvieron y tienen Kelvin y Planck, el resultado de la escritura de José Iraides Belandria no se consume exclusivamente en trabajo intelectual, una parte importante de ella se desprende en forma de luz.
Gracias José Iraides por obsequiarnos tus relatos e iluminarnos.