Es un vacilón andar en el Metro. Mientras a los caraqueños les parece un suplicio, un viaje hacia el infierno cualquier acercamiento a las fauces del subterráneo, a los que venimos del interior y/o para quienes el caos vehicular de la superficie resulta insoportable, el recorrido por las profundidades de la tierra parece cuando menos exótico. Eso sí, daría lo que fuera por ver que se realice un Aló Presidente desde un vagón del Metro seleccionado al azar.
Es una especie de lotería diaria eso de cabalgar por las entrañas de la tierra desde el vientre de la serpiente metálica. Nadie sabe cuánto demorará en llegar el tren, todos ignoran si habrá el más mínimo espacio para entrar, se desconoce si estará funcionando o no el aire acondicionado, etc. Sin embargo, es un viaje rápido, seguro y si se viaja en sentido contrario a la migración humana diaria, puede ser… confortable!. En lo particular, me resulta un recorrido interesante.
Cientos de historias se podrían escribir sólo con las cosas que se escuchan -sin querer queriendo- de boca de nuestros forzados compañeros de viaje. Desde triviales acontecimientos domésticos hasta las más desgarradoras desgracias personales. Desde dramáticos recuentos del último asalto que han sufrido hasta el más irracional comentario acerca de la suerte que desean para Chávez.
Es un viaje que deberían realizar (de incógnita, pos supuesto) los miembros de cualquier comisión internacional de esas que tan a menudo nos visitan, preocupados por la suerte de nuestros derechos fundamentales.
Libertad de expresión igualdad y democracia parecen ser moneda común y de curso legal en este suburbio underground.
Para llegar al Metro tenemos que recorrer ciertos tramos a ras de tierra y para efectuar esos trayectos nada mejor que el Metrobus.
Al sector en donde circunstancialmente habito, llega con puntualidad inglesa el famoso aparato verde con el arcoíris desleído a los costados y dentro de él cómodamente día tras día se desplazan cientos de personas que, a falta de más información, intuimos llegan tan temprano a esa zona a cumplir seguramente labores domésticas en casa de sus acaudalados empleadores, pues estamos hablando de San Luis, El Cafetal y Santa Paula.
En dirección contraria salen de esas urbanizaciones ciudadanos que, a falta de vehículo propio o por el interés ecológico de no sumar más smog al cielo ya contaminado, prescinden de sus autos y se encaraman al Metrobus afianzando los principios y las bondades de las propiedades colectivas o sociales.
Guachimanes, enfermeras particulares, entrenadores personales, chamos que se dirigen a sus liceos o universidades, integrantes de la clase media que invirtieron sus ahorros y sus vidas en pagar “una vivienda bien ubicada”, forman también el grueso de esta manada que migra todas las madrugadas y todos los atardeceres.
El Metrobus posee sus encantos: ventanas panorámicas, pasillos anchos y limpios, unos hasta aire acondicionado tienen y los que no, sus ventanas abren; cuentan con amplios asientos, algunos de ellos fácilmente reconocibles puesto que a diferencia del resto, fueron construidos con un plástico azul que los identifica como preferenciales, destinados a mujeres embarazadas, discapacitados y ancianos.
Este último subgrupo de personas de manera sistemática rehúye los mencionados asientos, pienso que por no sentirse aludidos con eso de que son asientos “para ancianos”. Suelen las cabecitas blancas preferir lugares de acceso incomodo, dando muestras de destrezas que ya se encuentra en el ocaso de sus posibilidades. Y las butacas azules permanecen vacías por largos periodos mientras el bus se va llenando.
Es frecuente ver que, esas mismas personas con sus facciones ajadas, vestidos para la ocasión, perfumaditas y entalcadas, al descender al subterráneo reclaman la falta de cultura de los que se encuentran dentro de los vagones y que no se paran de inmediato para cederles el puesto si les toca ir parados.
De ese grupo de ciudadanos adultos mayores, generalmente se escuchan las oraciones más enconadas en contra del gobierno, que siempre rematan anhelando los gobiernos adecos y copeyanos en donde ellos si fueron felices por eso de que “robaban pero dejaban robar”.
Su moral es muy flexible, parece ser que es uno de los últimos reductos que la arterioesclerosis no les ha tocado.
Esa flexibilidad de principios les permite al igual que con los asientos, emplear la norma a conveniencia y cuando a ellos les dé la gana.
Entonces en esta época de turbulencias Hondureñas, a estas personas les parecen buenos los Golpes de Estado. No encuentran reparos en la sedición ni en la injerencia de la política Norteamericana que desde siempre le ha tenido clavado el colmillo al istmo Centroamericano.
Pero a su vez, critican que el Gobierno de Venezuela lleve adelante una cruzada diplomática para tratar de restituir la legalidad y encauzar nuevamente por la senda democrática al pueblo de Tegucigalpa.
Se ríen del peregrinar de Selaya tocando las puertas de cuanto Organización Multilateral tenga sede en este mundo, pero piensan que las payasadas de Ledezma simulando pasar hambre frente a las oficinas de la OEA, están plenamente justificadas.
Piensan que el socialismo europeo es bueno pero que el venezolano es malo. Desdicen de la calidad de los productos que el Gobierno gestiona con China comunista pero sus hogares están plagados de electrodomésticos que, al darles la vuelta, muestran en el envés el consabido cartelito “Made in China”.
Reniegan de la red Barrio Adentro pero anhelan la Seguridad Social española, por demás muy socialista ella.
Hoy, cuando retornaba a casa, se escuchaba a full volumen por los altoparlantes del Metrobus el programa de Nelson Bocaranda, hablaban -él y el conductor del programa “El Radar de los Barrios”- del “cierre que este Régimen Despótico había ordenado para acallar las voces equilibradas de las emisoras de radio” no afectas al Gobierno.
El racismo patente en las frases de ambos periodistas, incluían comentarios acerca del color del “amo” (Chávez) y del “muchacho de mandado” (Diosdado Cabello) escogido para ejecutar las órdenes antidemocráticas de cierre de emisoras que se encuentran desde hace rato al margen de la ley. Pusieron en duda la integridad corporal del presidente, al comentar que le hacían falta parte de sus genitales externos para asumir el mismo esa jugada.
Pero lo más insólito fue escuchar a estos dos personeros, asalariados de lujo de la Derecha Reaccionaria -además de autoalabarse-, quejándose del Régimen por coartarles su libertad de expresión, mientras insultaban y difamaban al Presidente. Nada más.
Frases de doble sentido como las de “el mico mandante”, acusaciones sin soporte como las del enriquecimiento ilícito -que no dudo los haya, pero hay que probarlo- de grandes dirigentes de éste proceso revolucionario, se dejaron escuchar a lo largo del trayecto dentro de un vehículo propiedad del Estado, sin que hubiese la más remota posibilidad de pedir por clemencia, que cambiaran de emisora, que pusieran musiquita, ¡que sonara un reguetón! y sin embargo unos cuantos de los viandantes repetían como loritos que en este país ya no había libertad de expresión.
Venía yo pues, en silencio, concentrado, escuchando todas esas barbaridades y dándole forma mental a este escrito, cuando de pronto unos gritos en la parte de adelante llamaron mi atención.
Era un señor no tan mayor, digamos un pavosaurio que, reclamaba aireadamente al chofer de la unidad su derecho a viajar gratuitamente como un miembro del creciente grupo de la Tercera Edad, pero que sin embargo, el mismo señor refunfuñón, al pasar por un lado de los asientos azules, los miró con desdén y se encaramó presuroso en uno de los puestos que quedan justo sobre las ruedas del autobús, los más difíciles de alcanzar.
¿Contradictorio no?
Es una especie de lotería diaria eso de cabalgar por las entrañas de la tierra desde el vientre de la serpiente metálica. Nadie sabe cuánto demorará en llegar el tren, todos ignoran si habrá el más mínimo espacio para entrar, se desconoce si estará funcionando o no el aire acondicionado, etc. Sin embargo, es un viaje rápido, seguro y si se viaja en sentido contrario a la migración humana diaria, puede ser… confortable!. En lo particular, me resulta un recorrido interesante.
Cientos de historias se podrían escribir sólo con las cosas que se escuchan -sin querer queriendo- de boca de nuestros forzados compañeros de viaje. Desde triviales acontecimientos domésticos hasta las más desgarradoras desgracias personales. Desde dramáticos recuentos del último asalto que han sufrido hasta el más irracional comentario acerca de la suerte que desean para Chávez.
Es un viaje que deberían realizar (de incógnita, pos supuesto) los miembros de cualquier comisión internacional de esas que tan a menudo nos visitan, preocupados por la suerte de nuestros derechos fundamentales.
Libertad de expresión igualdad y democracia parecen ser moneda común y de curso legal en este suburbio underground.
Para llegar al Metro tenemos que recorrer ciertos tramos a ras de tierra y para efectuar esos trayectos nada mejor que el Metrobus.
Al sector en donde circunstancialmente habito, llega con puntualidad inglesa el famoso aparato verde con el arcoíris desleído a los costados y dentro de él cómodamente día tras día se desplazan cientos de personas que, a falta de más información, intuimos llegan tan temprano a esa zona a cumplir seguramente labores domésticas en casa de sus acaudalados empleadores, pues estamos hablando de San Luis, El Cafetal y Santa Paula.
En dirección contraria salen de esas urbanizaciones ciudadanos que, a falta de vehículo propio o por el interés ecológico de no sumar más smog al cielo ya contaminado, prescinden de sus autos y se encaraman al Metrobus afianzando los principios y las bondades de las propiedades colectivas o sociales.
Guachimanes, enfermeras particulares, entrenadores personales, chamos que se dirigen a sus liceos o universidades, integrantes de la clase media que invirtieron sus ahorros y sus vidas en pagar “una vivienda bien ubicada”, forman también el grueso de esta manada que migra todas las madrugadas y todos los atardeceres.
El Metrobus posee sus encantos: ventanas panorámicas, pasillos anchos y limpios, unos hasta aire acondicionado tienen y los que no, sus ventanas abren; cuentan con amplios asientos, algunos de ellos fácilmente reconocibles puesto que a diferencia del resto, fueron construidos con un plástico azul que los identifica como preferenciales, destinados a mujeres embarazadas, discapacitados y ancianos.
Este último subgrupo de personas de manera sistemática rehúye los mencionados asientos, pienso que por no sentirse aludidos con eso de que son asientos “para ancianos”. Suelen las cabecitas blancas preferir lugares de acceso incomodo, dando muestras de destrezas que ya se encuentra en el ocaso de sus posibilidades. Y las butacas azules permanecen vacías por largos periodos mientras el bus se va llenando.
Es frecuente ver que, esas mismas personas con sus facciones ajadas, vestidos para la ocasión, perfumaditas y entalcadas, al descender al subterráneo reclaman la falta de cultura de los que se encuentran dentro de los vagones y que no se paran de inmediato para cederles el puesto si les toca ir parados.
De ese grupo de ciudadanos adultos mayores, generalmente se escuchan las oraciones más enconadas en contra del gobierno, que siempre rematan anhelando los gobiernos adecos y copeyanos en donde ellos si fueron felices por eso de que “robaban pero dejaban robar”.
Su moral es muy flexible, parece ser que es uno de los últimos reductos que la arterioesclerosis no les ha tocado.
Esa flexibilidad de principios les permite al igual que con los asientos, emplear la norma a conveniencia y cuando a ellos les dé la gana.
Entonces en esta época de turbulencias Hondureñas, a estas personas les parecen buenos los Golpes de Estado. No encuentran reparos en la sedición ni en la injerencia de la política Norteamericana que desde siempre le ha tenido clavado el colmillo al istmo Centroamericano.
Pero a su vez, critican que el Gobierno de Venezuela lleve adelante una cruzada diplomática para tratar de restituir la legalidad y encauzar nuevamente por la senda democrática al pueblo de Tegucigalpa.
Se ríen del peregrinar de Selaya tocando las puertas de cuanto Organización Multilateral tenga sede en este mundo, pero piensan que las payasadas de Ledezma simulando pasar hambre frente a las oficinas de la OEA, están plenamente justificadas.
Piensan que el socialismo europeo es bueno pero que el venezolano es malo. Desdicen de la calidad de los productos que el Gobierno gestiona con China comunista pero sus hogares están plagados de electrodomésticos que, al darles la vuelta, muestran en el envés el consabido cartelito “Made in China”.
Reniegan de la red Barrio Adentro pero anhelan la Seguridad Social española, por demás muy socialista ella.
Hoy, cuando retornaba a casa, se escuchaba a full volumen por los altoparlantes del Metrobus el programa de Nelson Bocaranda, hablaban -él y el conductor del programa “El Radar de los Barrios”- del “cierre que este Régimen Despótico había ordenado para acallar las voces equilibradas de las emisoras de radio” no afectas al Gobierno.
El racismo patente en las frases de ambos periodistas, incluían comentarios acerca del color del “amo” (Chávez) y del “muchacho de mandado” (Diosdado Cabello) escogido para ejecutar las órdenes antidemocráticas de cierre de emisoras que se encuentran desde hace rato al margen de la ley. Pusieron en duda la integridad corporal del presidente, al comentar que le hacían falta parte de sus genitales externos para asumir el mismo esa jugada.
Pero lo más insólito fue escuchar a estos dos personeros, asalariados de lujo de la Derecha Reaccionaria -además de autoalabarse-, quejándose del Régimen por coartarles su libertad de expresión, mientras insultaban y difamaban al Presidente. Nada más.
Frases de doble sentido como las de “el mico mandante”, acusaciones sin soporte como las del enriquecimiento ilícito -que no dudo los haya, pero hay que probarlo- de grandes dirigentes de éste proceso revolucionario, se dejaron escuchar a lo largo del trayecto dentro de un vehículo propiedad del Estado, sin que hubiese la más remota posibilidad de pedir por clemencia, que cambiaran de emisora, que pusieran musiquita, ¡que sonara un reguetón! y sin embargo unos cuantos de los viandantes repetían como loritos que en este país ya no había libertad de expresión.
Venía yo pues, en silencio, concentrado, escuchando todas esas barbaridades y dándole forma mental a este escrito, cuando de pronto unos gritos en la parte de adelante llamaron mi atención.
Era un señor no tan mayor, digamos un pavosaurio que, reclamaba aireadamente al chofer de la unidad su derecho a viajar gratuitamente como un miembro del creciente grupo de la Tercera Edad, pero que sin embargo, el mismo señor refunfuñón, al pasar por un lado de los asientos azules, los miró con desdén y se encaramó presuroso en uno de los puestos que quedan justo sobre las ruedas del autobús, los más difíciles de alcanzar.
¿Contradictorio no?